HISTORIA DE LA SALVACIÓN.
Textos bíblicos.
Génesis:
“Oyeron luego el ruido de los pasos de Yahvé Dios que se paseaba por el jardín a la hora de la brisa, y el hombre y su mujer se ocultaron de la vista de Yahvé Dios por entre los árboles del jardín”.
“Yahvé Dios llamó al hombre y le dijo: “¿Dónde estás?” [Gn 3,8-9]
“Yahvé dijo a Abrán: Vete de tu tierra, de tu patria y de la casa de tu padre a la tierra que yo te mostraré.
De ti haré una nación grande y te bendeciré.
Engrandeceré tu nombre; y sé tú una bendición. Bendeciré a quienes te bendigan y maldeciré a quienes te maldigan. Por ti se bendecirán todos los linajes de la tierra” [Gn 12,1-3].
Deuteronomio:
“Dios dijo a Moisés: “Yo soy el que soy”. Luego añadió: “Tú hablarás así a los israelitas: ‘Yo soy’ me envió a ustedes”.
Y continuó diciendo a Moisés: “Tu hablarás así a los israelitas: El Señor, el Dios de sus padres, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob, es el que me envía. Este es mi nombre para siempre, y así seré invocado en todos los tiempos futuros”. [Gn 3,14-15]
“Escucha, Israel: Yahvé nuestro Dios es el único Yahvé”. [Gn 6,4]
Josué:
“Josué dijo a todo el pueblo: “Esto dice Yahvé el Dios de Israel”. [Jos 24,2]
Isaías:
“Yo soy Yahvé, no hay ningún otro; fuera de mí ningún dios existe”. [Is 45,5]
Nehemías: “Tú, Yahvé, eres el Dios que elegiste a Abrán, le sacaste de Ur de Caldea y le diste el nombre de Abrahán”. [Ne 9.7]
1.- Historia de la Salvación y Revelación.
La historia de la salvación se puede dividir en tres grandes tiempos históricos:
*.- El tiempo de Israel.
*.- El tiempo de Jesucristo.
*.- El tiempo de la Iglesia. (DGC 108; CCE 54-64).
Algunos autores distinguen los tres tiempos, destinándolos a cada una de las personas de la Trinidad:
*.- El tiempo anterior a Cristo constituye el evangelio del Padre;
*.- El contemporáneo a Cristo, el evangelio del Hijo;
*.- El posterior a Cristo, el evangelio del Espíritu Santo.
En cada uno de los tres grandes tiempos históricos hay algunos momentos especialmente significativos (kairoi) de intervención de Dios.
http://www.mercaba.org/Fichas/DIOS/RV/126.htm René Latourelle.
http://www.mercaba.org/Catequetica/H/historia_de_la_salvacion.htm Juan Luis Martín Barrios.
1.- El tiempo de Israel. Revelación de Dios Padre.
La revelación de Dios en tiempos anteriores a Cristo era progresiva, preparatoria. El carácter propiamente histórico de la salvación se basa precisamente en el convencimiento de que la iniciativa de la elección, de la iniciación de un pacto de alianza con Israel es un acto unilateral por parte de Dios, llevado de su amor.
Dios elige a Abrahán y, en él, a su descendencia, como el ámbito privilegiado de su actuación salvífica. El es «el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob» (Ex 3,6). Los descendientes de Abrahán experimentan la acción salvífica de Dios especialmente en la liberación de la esclavitud de Egipto (Ex 12-15) y en la alianza del Sinaí (Ex 19-20), que constituyen como el acta de nacimiento de Israel como pueblo. Entonces, miran al pasado y describen su prehistoria de salvación: creación, pecado y promesa. Después, y a lo largo de trece siglos, este pueblo va siendo testigo de múltiples y continuas intervenciones de Dios. El se les va haciendo presente en su historia de múltiples maneras, les habla, los dirige y guía por medio de personas -jueces, reyes y, especialmente, por medio de sus siervos los profetas-, los va acostumbrando a sus caminos, los va llevando a descubrir y aceptar sus procedimientos, los va encaminando hacia Cristo. Es el Antiguo Testamento, la alianza antigua, la etapa de preparación.
Yahvé es un Dios que interviene en la historia humana y que la revelación aparece ante todo como una serie de acontecimientos cuyo sujeto es Dios. La Biblia, es la narración de los hechos de Dios. La revelación es la obra de Dios en la historia. El Antiguo Testamento narra las mirabilia Dei en favor de su pueblo. Los profetas aluden constantemente a ellas, los salmos las cantan y las celebraciones litúrgicas las conmemoran.
No podemos predecir las intervenciones de Dios en la historia. Todo depende de su libre voluntad. Nada divino puede exigir que Dios intervenga en este momento y no en el otro, más a menudo o menos. Y nada humano puede exigir que Dios se dirija al hombre. La revelación es un acontecimiento libre y gratuito. Las intervenciones de Dios en la historia salpican muchos siglos. Dios no dijo ni hizo todo de una vez, intervino en los momentos oportunos, elegidos por él. Algunos momentos significativos miden el tiempo del Antiguo Testamento. «La historia de la salvación propiamente dicha, no la forman todas las partes de la línea continua del tiempo, sino los kairoi, momentos concretos en el transcurso del tiempo». Hay, pues, una historia de la revelación que no coincide con la historia universal. La revelación se constituyó paulatinamente, creció en cantidad y calidad a medida que los siglos avanzaban y que Dios intervenía (Heb 1,1). Las intervenciones de Dios son en la historia universal como brotes de lo divino en el tiempo. Más no son puntos aislados, sin relación alguna, sino íntimamente coherentes. Desde Abraham hasta Jesucristo se va trazando una línea, va apareciendo paulatinamente el plan divino. El plan salvífico se limita al principio a Israel, adquiere luego proporciones mayores, las de la humanidad, y, por fin, Dios quiere que los hombres de todos los tiempos entren a formar parte de la Iglesia.
Si Dios ha intervenido en momentos determinados, podemos describir una historia de la revelación, es decir una historia de las sucesivas intervenciones de Dios. ¿Cuál es, pues, esta historia de la salvación? Encontramos al principio de la revelación veterotestamentaria una serie de acontecimientos que dieron lugar al nacimiento de Israel como pueblo y que revelaron a Dios como el Dios de la historia, como el Dios que obra en la historia. Tales acontecimientos son el éxodo, la alianza, la entrada en la tierra prometida. Acontecimientos no independientes, sino íntimamente vinculados entre sí. El hecho primordial es la liberación de Israel de la esclavitud de Egipto. La liberación es obra de Yahvé, porque sólo él obligó con sus plagas al Faraón a dejar en libertad a Israel (Ex 12, 31-32), y sólo él aniquiló el ejército egipcio en el mar Rojo (Ex 14, 27-28). Cuando tuvo lugar el éxodo, Dios se manifestó como el Dios todopoderoso y salvador (Ex 14, 31). La experiencia de esta primera liberación se grabó profundamente en la conciencia de Israel; y ya desde el principio califica a la revelación como histórica. Israel se considerará por siempre el pueblo de la liberación-realizada-por Yahvé.
Dios realizó esa liberación y segregación en orden a un designio. Las tradiciones relativas al Sinaí (Ex 19-25) afirman que la liberación tiene por fin la alianza. La elección, el éxodo y aun la entrega de la tierra prometida están ordenados a la alianza. La alianza da sentido al éxodo y hace de las tribus salidas de Egipto una comunidad religiosa y política. Dios se asocia un pueblo literalmente creado por él (Ez 16,1-9), como Adán, como la Iglesia más tarde. Israel fue salvado gratuitamente para convertirse en el pueblo de Yahvé. Dios se forma un pueblo y le revela su nombre, es decir su ser personal, para indicar la intimidad de esa sociedad. Dios se revela como persona que puede invocarse y que responde a la plegaria del hombre. La alianza inaugura así relaciones interpersonales entre Dios y su pueblo. E implica, por otra parte, un conjunto de obligaciones fundadas en la liberación. Israel se compromete a ser fiel a las cláusulas de la alianza, es decir a cumplir la ley de Yahvé (Ex 19,3-6; Dt 7,7-14). La fidelidad a la ley hará de Israel un pueblo santo, consagrado a Yahvé (Dt 7, 6; 26, 17-19), llamado a glorificar su nombre entre las naciones. La entrada en la tierra prometida culmina lo que Dios comenzó en Egipto. Es la realización de la promesa hecha a Abraham (Gén 17, 3-8) y el primer testimonio de la fidelidad de Dios a la alianza. Todo es gracia en este primer encuentro de Yahvé con su pueblo: la liberación, la alianza, la entrega de la tierra prometida.
Si a estos acontecimientos que constituyen el germen de la revelación veterotestamentaria, añadimos el reino y el mesianismo real, el templo y la presencia de Yahvé, el exilio y la restauración, tendremos lo esencial de los acontecimientos que alimentarán incesantemente la reflexión religiosa de Israel. Lo demás no es sino su desarrollo orgánico, su fructificación homogénea. La revelación profética, en concreto, no hará sino aplicar a su tiempo las implicaciones del régimen de la alianza. Expresando a la luz de la alianza y del Espíritu la voluntad de Dios sobre los acontecimientos de su tiempo, los profetas harán crecer y profundizar el conocimiento de Dios. Evocan sin cesar ese primer encuentro de Dios y su pueblo. En tiempos del destierro, en concreto, Ezequiel y el Deuteroisaías reanudan el tema del Éxodo y de la tierra prometida. Habrá un nuevo desierto, un nuevo pastor, un nuevo Moisés. La liberación será un nuevo éxodo seguido de una nueva alianza.
Vemos, pues, que la revelación es concretísima. Y muy concretas son también las profesiones de fe de Israel. Los «credos» más antiguos del Antiguo Testamento no son sino la narración sucinta de los hechos salvíficos de Yahvé. El tema esencial es siempre idéntico: Dios eligió a nuestros padres y les prometió la tierra de Canaán; la descendencia de Abraham llegó a ser un pueblo grande que habitó en Egipto y allí fue sometido a esclavitud; Dios con poder maravilloso lo condujo a través del desierto y lo introdujo en la tierra prometida. Tales son los hechos profesados en Dt 26,5-9; 6,20-24; Jos 24,2-13. Los salmos, oración de Israel, toman a menudo forma narrativa. Israel incorpora a su oración su propia historia y en ella encuentra motivo de contemplación, de confianza, de reconocimiento, de contribución. (Sal 78; 105,107; 77; 114; 136; 44).
Dios obra en la historia, se revela por la historia. Digamos ya desde el principio que por historia no entendemos la simple serie de acontecimientos en su sentido material, sino sólo aquellos acontecimientos que, por razón de su importancia para la comunidad hebrea, merecen conservarse. Para hablar de revelación por la historia, es menester unir dos realidades: el acontecimiento y la palabra.
La revelación veterotestamentaria aparece como la experiencia de la acción de un poder soberano que dirige la historia y la existencia individual. Sin embargos esta acción no es plenamente inteligible como revelación si no va acompañada de la palabra que expresa el sentido de la acción divina. Dios realiza el hecho y manifiesta a la par su significación; interviene en la historia y dice a la vez el sentido de su intervención; Dios obra y comenta su acción. Israel vivió al comienzo de su historia unos cuantos acontecimientos, liberación de la esclavitud, caminar por el desierto, la entrada en Canaán. Mas, ¿qué serían esos acontecimientos sin la palabra que Dios dirigió a Moisés (Ex 3-4; 6, I), y sin la palabra de Moisés que, en nombre de Dios, manifiesta a Israel el sentido de esa historia y le hace ver su dimensión sobrenatural? La salida de Egipto no sería sino una de tantas emigraciones; no sería un hecho tan fundamental sin la interpretación de Moisés. (Ex 14, 31). Esta misma interpretación se convierte en un acontecimiento que dirige la historia subsiguiente. A través de la interpretación de Moisés, Dios se revela a sus contemporáneos y a las generaciones futuras. La estructura de la revelación es sacramental: consta de hechos, de acontecimientos iluminados por la palabra.
El profeta es el testigo e intérprete cualificado de la historia, el que manifiesta su significación sobrenatural. Encontramos en el Antiguo Testamento dos líneas complementarias: la de los acontecimientos y la de los profetas que los interpretan y proclaman en nombre de Dios lo que significan. Dios se revela por la historia, pero por la historia divinamente interpretada por los profetas. La historia no aparece como historia de salvación, sino cuando la comenta autoritativamente la palabra del profeta que descubre a Israel la presencia y el contenido de la acción de Dios. Esta acción, escondida en el acontecimiento histórico, exige la palabra complementaria para su plena intelección. Por la palabra del profeta toma Israel conciencia de la acción salvífica de Dios en la historia. El acontecimiento histórico, en cuanto revelación, debe adquirir su sentido de la palabra del profeta. (Am 3, 7; Is 42, 9) 26. La palabra consagra al acontecimiento histórico como acontecimiento revelador y lo propone a la fe como acontecimiento de salvación atestiguado por Dios. La revelación crece por el acontecimiento histórico y por el acontecimiento de la palabra que se complementan mutuamente. Por ello los momentos reveladores de la historia están sellados con la aparición de uno o varios profetas. La sola presencia de los profetas significa ya que Dios obra en la historia.
La revelación no se nos da como un sistema de proposiciones abstractas acerca de Dios, sino que va incorporada a los acontecimientos de la historia. Conocemos a Dios, sus atributos, su designio, pero a través de los acontecimientos de la historia. La Escritura no ha fijado un sistema filosófico sino hechos concretos con su significación religiosa, sobrenatural. Recitar el credo es recapitular lo que Dios ha hecho por la salvación de la humanidad. Sin embargo, sería inexacto afirmar que la historia y su interpretación agotan todo el contenido de la revelación.
También el progreso de la revelación está vinculado a la historia. El conocimiento de Dios se profundiza, se purifica, pero siempre a través de la historia. Los acontecimientos del éxodo, de la alianza, de la conquista, del reino, constituyen una especie de prototipo de las relaciones de Yahvé con su pueblo, que es como la llave de toda la interpretación profética ulterior. Es importante recalcar, sin embargo, que este progreso de la revelación no se realiza sino por la palabra que acompaña la historia y manifiesta su significación salvífica.
A la luz de estos hechos, Israel reflexiona incesantemente en su historia y percibe sin cesar sus nuevas dimensiones. Esta reflexión, dirigida, claro está, por el profetismo, hace crecer cuantitativa y cualitativamente la revelación. La salvación es ante todo la liberación de la esclavitud de Egipto, luego la de los enemigos fronterizos; mas poco a poco los castigos que sufre Israel le hacen pensar en otra esclavitud mucho más profunda, la de la injusticia social, la de la infidelidad del corazón humano.
La alianza se concibe al principio como un pacto que asegura la protección de Yahvé, una vez cumplidas las obligaciones que impone. (Am 5,14; Is 28,15). Después, las múltiples infidelidades de Israel, que contrastan con la constante fidelidad de Dios, le hacen ver la gratuidad de la alianza, iniciativa amorosa de Dios en favor de la humanidad; por último, en la desdicha, la concepción de la alianza se espiritualiza y se convierte en alianza con el corazón del hombre. La nueva alianza anunciada por Ezequiel será una re-creación del corazón acompañada del don del Espíritu. (Ez 36, 23-28). No será ya una alianza con un solo pueblo, sino con todas las naciones.
2.- El tiempo de Jesucristo. Revelación del Dios Hijo.
Jesucristo centro y culmen de la Historia de la Salvación.
La historia puede considerarse como escenario de la revelación, es decir, esta sucede en un tiempo y espacio determinados; está sometida a las coordenadas de la historia. Asimismo, la historia es objeto o contenido de la revelación. En el credo que confesamos, hay artículos de la fe que son hechos históricos: Jesucristo nació en tiempos de Herodes, padeció en tiempos de Poncio Pilato, murió, etc. En Antiguo Testamento: la liberación de Egipto, la entrada en la tierra prometida y otros muchos hechos son reveladores, son medios de salvación.
En todas las páginas de la Biblia aparece Dios en contacto con los hombres a los que había creado (Adán) y escogido (Abrahán, Moisés, profetas, etc.), a los que se revela y a favor de los cuales interviene. Así pues, a Dios se le conoció «por la experiencia histórica de su presencia». Por eso Dios aparecía como el Dios viviente y actuante.
Pero la verdad íntima acerca de Dios y acerca de la salvación humana se nos manifiesta por la revelación de Cristo, que es, a un tiempo, mediador y plenitud de toda la revelación. En él se cumplieron todas las Escrituras, en él se realizó el designio divino. Dios fue preparando a través de los siglos el camino del evangelio. Jesucristo, con su presencia y manifestación, con sus palabras y obras lleva a plenitud la revelación, y la confirma con el testimonio divino. Después de haber hablado Dios muchas veces y en diversas formas, habla a los hombres en su Hijo, que es su Palabra, la última, la perfecta, la definitiva. Después de haber realizado salvaciones parciales, pequeñas, numerosas, deficientes, provisionales, «Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley, para que redimiese a los que estaban bajo la ley, a fin de que recibiésemos la condición de hijos adoptivos. Y como prueba de que sois hijos, Dios ha enviado a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: ¡Abba, Padre! De suerte que ya no eres esclavo, sino hijo; y si eres hijo, eres también heredero por la gracia de Dios» (Gal 4,4-7; Rom 8,14-17).
Con él queda instaurado el reinado de Dios en el mundo, objeto de la promesa y de la esperanza de Israel desde la época de David. (cf Mt 3,2; 4,17; 12,28; Lc 10,9; 17,21; 23,42; Col 1,13). Después de haber recibido Dios parciales y siempre deficientes glorificaciones por parte de los hombres, que tienen tendencia a arrebatarle constantemente esa gloria para atribuírsela a sí mismos y a las obras de sus manos (cf Is 43,23; 29,13; Rom 2-3), Cristo, hecho obediente hasta la muerte y muerte de cruz, le ofrece reverencia consumada y glorificación perfecta, realizando así también la salvación de los hombres. (cf Flp 2,6-11; Heb 5,5-10; Rom 5,19; Jn 14,13; 17,1-10). Es el Nuevo Testamento, es la hora del reino de Dios; es la etapa de realización de la salvación.
3.- El tiempo de la Iglesia. Revelación de Dios Espíritu Santo.
La intervención de Dios en la historia culmina en Cristo, pero no termina en él. Con su resurrección-glorificación, aunque ha llegado el fin de los tiempos, no ha llegado su final, es el ya, pero todavía no. Con ella se abre una nueva etapa en la que Cristo vivo se hace actuante, presente en la historia. Y se hace visible en y por medio de la comunidad de sus discípulos, de la Iglesia, el nuevo pueblo de Dios formado de todos los pueblos y razas, lenguas y naciones que se reúnen en el nombre del Señor y por la fe en él, que se dedican a recordar la salvación obtenida por él, a anunciarla, a celebrarla gozosamente y a realizarla en favor de todos los hombres a lo largo de todos los siglos.
Es la etapa de la Iglesia, el tiempo en que vivimos, que se extiende como prolongación del de Cristo, desde pentecostés hasta la parusía o retorno del Señor; cuando él vuelva de nuevo gloriosamente, consumará la salvación, manifestando pública y solemnemente la obra salvadora que ha ido actuando en la historia, desconocida a veces, menospreciada en ocasiones, e incorporará a su obra salvífica a toda la creación. Es, pues, el tiempo de la Iglesia, la etapa de la aplicación de la salvación hasta su consumación al final de la historia.
2.- Literatura extra bíblica.
Hoy día se afirma generalmente que los hebreos fueron los primeros en oponer una concepción lineal del tiempo a una concepción cíclica del mismo. Por primera vez se realiza en Israel el encuentro de la revelación con la historia. Fuera de Israel no se encuentra la idea, sólidamente arraigada, de una sucesión de acontecimientos temporales que abarcan el pasado, el presente y el futuro, y que se desarrollan según una dirección y finalidad determinadas. Los antiguos pueblos politeístas atienden sobre todo a la naturaleza. El hombre, atento al ritmo de los astros y de las estaciones (ritmo de nacimiento y muerte), busca su seguridad integrándose en ese ritmo y en su repetición anual.
Israel fue el primero en romper el círculo fatídico de las estaciones y repeticiones del mundo antiguo; rompió con el cambio que no es sino perpetuo recomienzo. Para Israel el tiempo es lineal tiene un principio y un fin. La salvación se realiza en la historia temporal está vinculada a una sucesión de acontecimientos que se desarrollan según un designio divino y que se dirigen hacia un hecho único, la muerte y resurrección de Cristo. Israel vive en la naturaleza, pero su atención está centrada en la historia. Lo importante no es tanto el ciclo anual en el que todo recomienza, cuanto lo que Dios hace, hizo y hará según sus promesas. Las fiestas anuales (la de la pascua en primavera, la de los tabernáculos en otoño), más que actos del drama cíclico de la naturaleza, son la memoria de los hechos salvíficos de Dios.
Israel confiesa que Dios intervino en su historia, que este encuentro tuvo lugar un día y que cambió por completo su existencia. Su Dios no está inmerso en la naturaleza: es una persona viva, soberanamente libre, que interviene donde interviene la libertad, en los acontecimientos. Moisés recibió la ley en un lugar y tiempo determinado: acontecimiento irreversible que no se repetirá jamás, como ninguna de las manifestaciones de Dios. La historia es, pues, el lugar de la revelación. El judaísmo, el cristianismo y el Islam son las únicas religiones que reivindican una revelación basada en la historia. La esencia de la fe de Israel en Dios está en su concepción del Dios vivo que se revela en la historia.
Esta concepción de una revelación en la historia tiene un doble efecto. Valora ante todo la historia. Si Dios interviene en la historia para manifestar en ella su voluntad, los acontecimientos históricos adquieren una dimensión nueva se convierten en portadores de las intenciones de Dios, dan a la historia un sentido, una dirección. Otros pueblos no pueden interpretar la historia, porque no conocieron al Dios de la historia: no tienen conciencia del papel que les corresponde, no saben qué actitud tomar en los períodos de crisis. La idea de una revelación en la historia da también a la revelación un carácter intenso de actualización. Dios es aquel que puede intervenir en cada instante y puede cambiar el rumbo de los acontecimientos está cerca, está ahí, imprevisible en sus intervenciones y en sus efectos. Hay que esperar siempre su venida.
3.- Revelación histórica.
Señalemos brevemente en qué sentidos puede hablarse de una revelación histórica.
1. La revelación no tiene lugar fuera del tiempo, ni en el tiempo mítico, ni en el instante extra-temporal del comienzo: es un acontecimiento localizado en el tiempo. Por la revelación Dios entra en la historia humana y puede determinarse el momento de su entrada. La acción reveladora hace historia.
2. La revelación no es como un punto único en el transcurso del tiempo, sino como una sucesión de intervenciones discontinuas. Es un acontecimiento progresivo existe una historia de la revelación, es decir de las intervenciones divinas que hacen crecer cualitativa y cuantitativamente la revelación hasta la muerte del último apóstol. En esta historia hay un culmen, la venida de Dios a nosotros en la persona de Cristo. Este culmen es un acontecimiento que no puede comprenderse sino a la luz de su preparación a través de los siglos. Durante muchos siglos Dios se acerca al hombre y acerca el hombre hacia sí. La historia de la revelación es una economía, una disposición, un designio de la sabiduría divina. Se dirige a un fin es una teleología.
3. La revelación se lleva a cabo por la historia, pero no por la historia sola, sino con la interpretación de la palabra. Es como un conjunto de acontecimientos significativos de Dios y de su designio salvífico. De esto se colige que la revelación es a la par historia y doctrina. Es doctrina acerca de Dios, pero doctrina elaborada a partir de las acciones de Dios en la historia. Es éste un tipo de conocimiento esencialmente concreto. En definitiva, la revelación en el Antiguo y en el Nuevo Testamento nos llega en y por la historia, porque la palabra de Dios es esencialmente una palabra eficaz, siempre activa. Obra lo que dice; realiza lo que promete. Dios revela a la humanidad su designio salvífico y lo realiza al mismo tiempo. Al orden noético acompaña un orden de acción y de vida. La palabra viene siempre en el poder del espíritu.