JOB.
Introducción
El libro de Job constituye la obra maestra literaria del movimiento sapiencial en Israel.
Comienza con una narración en prosa.
Erase una vez un siervo de Yahvé, llamado Job, que vivía rico y feliz. Dios permitió a Satán que lo probara para ver si seguía siendo fiel a pesar de su infortunio. Herido primero en sus bienes y sus hijos, Job acepta que Yahvé se tome lo que le había dado. Herido en su carne con una enfermedad repugnante y dolorosa, Job sigue sumiso y rechaza a su mujer que le aconseja maldecir a Dios.
Luego, llegan tres amigos suyos a compadecerle: Elifaz, Bildad y Sofar, 1-2.
Después de este prólogo se inicia un amplio diálogo poético que forma el cuerpo del libro.
Primero es una conversación entre cuatro: en tres ciclos de discursos, 3-14, 15-21, 22-27, Job y sus amigos contraponen sus concepciones de la justicia divina; las ideas avanzan aparentemente sin excesiva sujeción a un plan, gracias a una luz que se concentra intensamente sobre los principios establecidos ya desde el comienzo.
Elifaz habla con la moderación de la edad y también con la severidad que puede dar una larga experiencia de lo que son los hombres; Sofar se deja llevar por arrebatos de la juventud; Bildad es un hombre sentencioso que se mantiene en un término medio.
Pero los tres defienden por igual la tesis tradicional de la retribución terrestre: si Job sufre, es que ha pecado; puede creerse justo en su fuero interno, pero no lo es a los ojos de Dios.
Ante las protestas de inocencia de Job se limitan a endurecer su postura.
A estas consideraciones teóricas, Job opone su dolorosa experiencia y las injusticias que llenan el mundo. Lo repite sin cesar, y sin cesar choca con el misterio de un Dios justo que aflige al justo. No avanza, forcejea en la noche. En su confusión moral tiene gritos de rebeldía y palabras de sumisión, al igual que tiene momentos de crisis y de alivio en su sufrimiento físico.
Este movimiento alternativo alcanza dos cumbres:
El acto de fe del cap. 19 y la protesta final de inocencia del cap. 31.
Entonces interviene un nuevo personaje, Elihú, quien a la vez desautoriza a Job y a sus amigos y trata de justificar la conducta de Dios con una elocuencia difusa, 32-37.
Le interrumpe el propio Yahvé, que responde a Job «desde el seno de la tempestad», es decir, en el marco de las antiguas teofanías, o que más bien se niega a responder, porque el hombre no tiene derecho a juzgar a Dios, que es infinitamente sabio y omnipotente, y Job reconoce que ha hablado neciamente, 38 1 - 42 6.
El libro concluye con un epílogo en prosa:
Yahvé censura a los tres interlocutores de Job y devuelve a éste hijos e hijas, junto con sus bienes duplicados, 42 7-17.
El personaje principal de este drama, Job, es un héroe de los viejos tiempos, Ez 14 14,20, que se supone vivió en la época patriarcal, en los confines de Arabia y del país de Edom, en una región cuyos sabios eran célebres, Jr 49 7; Ba 3 22-23; Ab 8, y de donde también proceden sus tres amigos.
La tradición le consideraba como un gran justo, ver Ez 14, que se había mantenido fiel a Dios en una prueba excepcional. El autor se ha servido de esta vieja historia para encuadrar su libro y, a pesar de las diferencias de estilo y de tono, el diálogo poético no ha podido existir sin el prólogo y el epílogo en prosa.
Se ha impugnado la autenticidad de algunos pasajes dentro del diálogo.
El poema sobre la Sabiduría, 28, difícilmente puede ponerse en labios de Job, puesto que contiene una noción de la sabiduría que no es la de Job ni sus amigos; por el contrario, tiene afinidades con el discurso de Yahvé, 38-39.
Pero es una obra que procede del mismo medio ambiente y que ha sido compuesta al margen del libro; no es posible señalar por qué ha sido colocada precisamente en este lugar, donde no tiene conexión alguna con el contexto.
También se ha dudado de que los discursos de Yahvé, 38-41, pertenezcan al poema primitivo; pero esta hipótesis no ha entendido el sentido del libro: estos discursos dan al problema la única solución que el autor entreveía, la del misterio de las acciones de Dios, precisamente porque no tienen en cuenta la discusión que ha precedido ni el caso particular de Job y porque trasfieren el debate del plano humano al plano puramente divino.
Algunos querrían descartar al menos, dentro de esta sección, el pasaje sobre el avestruz, 39 13-18, y las largas descripciones de Behemot y de Leviatán, 40 15 - 41 26. Si se suprimen estas descripciones de los dos animales exóticos no queda apenas nada del segundo discurso de Yahvé: al principio sólo habría existido un único discurso que se habría ampliado y dividido en dos mediante una primera y breve respuesta de Job, 41 3-5. La hipótesis es atrayente, pero no hay razón alguna decisiva en su favor, y la cuestión tiene una importancia secundaria.
Finalmente, hay un cierto desorden en el tercer ciclo de los discursos, 24-27, que puede explicarse por accidentes de la tradición manuscrita o por retoques redaccionales.
La autenticidad de los discursos de Elihú, 32-37, encierra mayor dificultad. El personaje interviene súbitamente, sin haber sido anunciado, y Yahvé, que le interrumpe, no le tiene en cuenta.
Esto es tanto más extraño cuanto que Elihú ha anticipado parte del contenido de los discursos de Yahvé; incluso produce la impresión de querer completarlos. Por otra parte, repite inútilmente lo que han dicho los tres amigos. Y en fin, el vocabulario y el estilo son distintos y los aramaísmos son mucho más frecuentes que en otras partes. Parece, pues, que esos capítulos han sido añadidos al libro, y por distinto autor. Pero también aportan su contribución doctrinal.
No conocemos al autor de Job más que por la obra maestra que ha compuesto. Se ve en ella que ciertamente era un israelita nutrido en las obras de los profetas y en las enseñanzas de los sabios. Vivía muy probablemente en Palestina, pero debió de viajar o residir en el extranjero, especialmente en Egipto.
Sobre la fecha en que vivió sólo tenemos hipótesis. El tono patriarcal de la narración en prosa hizo creer a los antiguos que el libro era obra de Moisés, como el Génesis. Pero el argumento, de todos modos, sólo valdría para el marco del poema, y ese colorido se explica suficientemente como una herencia de la tradición o como un remedo literario. El libro es posterior a Jeremías y Ezequiel, con los que tiene contactos de expresión y de pensamiento, y su lenguaje está fuertemente impregnado de aramaísmos. Esto nos sitúa después del Destierro, en un momento en que la obsesión por la suerte de la nación es sustituida por la preocupación del destino individual. La fecha más indicada, pero sin razones decisivas, es el comienzo del siglo V antes de nuestra era.
El autor considera el caso de un justo que sufre. Para la doctrina corriente de la retribución terrena, semejante caso sería una paradoja irreal: el hombre recibe aquí abajo el premio o el castigo de sus obras.
En el plano colectivo, la norma está claramente propuesta por los grandes textos de Dt 28 y Lv 26; los libros de los Jueces y los Reyes muestran cómo se aplica el principio a lo largo de la historia, y la predicación profética lo presupone constantemente.
La noción de la responsabilidad individual, latente ya y en ocasiones expresada, Dt 24 16; Jr 31 29-30; 2 R 14 6, está claramente expuesta por Ez 18. Pero el mismo Ezequiel se atiene a la retribución terrena y, con ello, incurre en el mentís flagrante de los hechos. Puede aceptarse, en una perspectiva de solidaridad, que los pecados de la colectividad se impongan, que los justos sean castigados con los malvados. Mas si cada uno ha de ser tratado conforme a sus obras, ¿cómo es posible que sufra un justo? Ahora bien, hay justos que sufren, y cruelmente; testigo es Job. El lector sabe ya, por el prólogo, que los males de aquél vienen de Satán y no de Dios, y que tratan de probar su fidelidad. Pero Job no lo sabe, ni tampoco sus amigos.
Éstos dan las respuestas tradicionales: la felicidad de los malos es de breve duración, ver Sal 37 y 73, el infortunio de los justos prueba su virtud, ver Gn 22 12, o bien la pena es castigo de faltas cometidas por ignorancia o por debilidad, ver Sal 19 13; 257.
Esto, mientras creen en la inocencia relativa de Job; pero los gritos que el dolor le arranca y sus arrebatos contra Dios, les llevan a admitir en él un estado de injusticia mucho más profundo: los males que Job padece no pueden explicarse más que como castigo de pecados graves.
Los discursos de Elihú ahondan en estas soluciones: si Dios aflige a los que parecen justos, es para hacerles expiar pecados de omisión o faltas inadvertidas o bien -y ésta es la aportación más original de estos capítulos- para prevenir faltas más graves y curar el orgullo. Pero Elihú mantiene como los tres amigos, si bien con menor dureza, la conexión entre el sufrimiento y el pecado personal.
Contra esta rigurosa correlación se alza Job con toda la fuerza de su inocencia.
No niega la retribución terrena; la espera, y Dios se la concederá finalmente en el epílogo.
Mas para él resulta un escándalo el que le sea negada actualmente, y en vano busca el significado de su prueba.
Lucha desesperadamente para encontrar a Dios que se le oculta y a quien sigue creyendo bueno. Y cuando Dios interviene, lo hace para revelar la trascendencia de su ser y de sus designios y para reducir a silencio a Job.
Ésta es la lección religiosa del libro:
El hombre debe persistir en la fe incluso cuando su espíritu no encuentra sosiego.
En aquella etapa de la revelación, el autor del libro de Job no podía avanzar más.
Para esclarecer el misterio del dolor inocente, era necesario esperar hasta que llegase la seguridad de las sanciones de ultratumba y se conociese el valor del sufrimiento de los hombres unido al sufrimiento de Cristo.
Dos textos de San Pablo responderán al angustioso problema de Job:
«Los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros», Rm 8 18, y «completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia», Col 1 24.
Biblia de Jerusalén. Introducción a Job.